La libertad de las palabras

La libertad de las palabras… o libertades, grandes y diversas. Nos tomaremos la libertad de dejar el número al gusto de cada quien.

Hay una vida en las palabras que no nos pertenece, que no pertenece a ningún alfabeto ni responde a ninguna estructura gramatical o molecular. Tienen una vida anterior a nosotros mismos. Nos viven y sobreviven. De cuando en cuando, con suerte, nos habitan un tiempo, o nos permiten habitarlas. Sería una vida trascendente de las palabras, que intuimos en esas que nos hacen volar o nos sobrevuelan.

Hay otra vida palpitante en las palabras, más agitada y terrenal, cotidiana, tornadiza, en constante evolución. La advertimos rápidamente en las palabras que suenan tan gastadas que ya ni las escuchamos; las deducimos del contexto, pero no nos paramos en ellas. Es consecuencia de la buena vida o la mala vida que les damos al usarlas, repetirlas, olvidarlas. Una vida más incierta que tendemos a sentir como nuestra, pues a través de ella contamos las pequeñas o grandes historias de nuestra vida. Por aquí vendría la vida trivial de las palabras, con la que intentamos nombrar y explicar lo exterior y lo interior, admirar lo trascendente o expresar nuestra propia intrascendencia. A veces también la negamos, o la enmascaramos a base de hermosas palabras u otras argucias del magín.

Hay vidas latentes en las palabras, potenciales, veladas. Hay vidas secretas, estrepitosas, discretas, agrietadas, estridentes… vidas todas y todas a nuestro alcance. Nuestra es la libertad de atenderlas o dejarlas pasar a mejor vida.

Lo que no cambia, la variable independiente es la libertad que nos ofrecen las palabras. Libertad para definir y redefinir, para el trazo grueso y la punta fina, para tomar, retomar o prescindir.

Las palabras están ahí, somos nosotros quienes elegimos cómo nos relacionamos con ellas, cuándo las acorralamos, hasta dónde nos dejamos atrapar por ellas o en qué momento las acallamos.

Las palabras a veces hieren, a veces dan miedo, a veces nos entusiasman… Ellas, por el contrario, no acusan favor ni rechazo, menosprecio ni maravilla. Ahí siguen, a nuestra entera disposición, para elegirlas o no, apoyarnos en ellas o huir. No piden nada en prenda ni exigen compromiso de ningún tipo.

Nos dan plena libertad de movimientos, las palabras. Libertad de tiempos. Libertad de tono. Libertad de ritmo. Libertad para el silencio.

Así, entre esas vidas triviales o trascendentes de las palabras, portadoras de belleza o pulcritud a discreción, hacedoras de milagros o enojos que no siempre se lleva el viento, nos asalta inopinadamente cierto desasosiego, una duda. Es cuando necesitamos armarnos de hondo coraje para ejercer nuestras libertades y elegir la mejor entre las muchas opciones que ofrecen las palabras.

El temor ante la necesidad de elegir con tanta libertad conoce distintas causas y puede llegar a ser tortuoso, pero habitualmente se resuelve de la misma forma: decidir, confiar y esperar acontecimientos. Tomar la decisión es lo que nos permite avanzar en libertad.

La libertad de las palabras es toda tuya, ejércela sin complejos.

Permítete trascender esos conceptos que te incomodan, trivializar un poco ese verbo, suavizar un adjetivo aquí o algún adverbio allá.

Permítete pedir un buen consejo a tiempo.

Permítete el acierto y permítete el error. Ambos son fruto de tu ejercicio de libertad.